Francisca Aguirre: lo importante es la vida

Francisca Aguirre: lo importante es la vida

13-12-2018

Francisca Aguirre nació demasiado pronto. Era 1930, y ser hija del jefe superior de la policía republicana cuando estaba a punto de estallar la Guerra Civil no le auguraba una vida fácil. En 1939 la familia se exilia en Francia, cruzan caminando la frontera de Port Bou —como hiciera Antonio Machado, «tal vez al mismo tiempo que él / pero en distinto tiempo», dice Aguirre en el hermoso poema Frontera—. Esperaron en Le Havre un barco que nunca llegó, y decidieron volver cuando los alemanes bombardearon el puerto: en 1942, su padre, el pintor Lorenzo Aguirre, fue detenido y condenado al garrote vil. Esa pérdida marcó para siempre la vida y la obra de la poeta. A partir de entonces, la pobreza y la desolación: su madre y su abuela tratan de sacar a las tres niñas adelante como pueden. Las mandan a un hospicio, donde les cortan el pelo como a las presas republicanas y les hacen comer mondas de patata.

Aunque casi no fue al colegio, Francisca pronto amó las palabras. Ella y sus hermanas jugaban con un Diccionario Espasa Abreviado y alquilaban libros en una tiendecita —la Tienda Verde— de la madrileña calle Ponzano, donde su abuela pagaba una peseta al mes para que las niñas pudieran leer. Así llegó a sus manos Alicia en el país de las maravillas, el libro que le enseñó «a sacarle la lengua a todo lo feo y opresivo». «Un libro es una prenda de abrigo», dice la poeta. Para ella, la lectura supuso la libertad y la única forma de huir de un Madrid mugriento y miserable.

En su juventud frecuentó las tertulias literarias: primero la dirigida por Buero Vallejo en el Café Gijón y la de José Hierro en el Ateneo después. Allí conoció al poeta Félix Grande, su compañero hasta el final de su vida. Leer a Kavafis cambió su concepción de la poesía e hizo que quemara en un horno de pan todo lo que había escrito hasta entonces. En 1972 publicó Ítaca, su primer poemario, donde quiso contar la Odisea desde la mirada de Penélope: no una odisea en mares lejanos, sino una odisea doméstica, del baño a la cocina y del mercado a la escalera. Mujeres como aventureras del infortunio.

Desde entonces, doce poemarios (Los trescientos escalones, 1977), La otra música, 1978), Ensayo General, 1996), Pavana del desasosiego, 1999), Ensayo General. Poesía completa 1966-2000, 2000), Memoria arrodillada. Antología, 2002), La herida absurda (Bartleby Editores, 2006), Nanas para dormir desperdicios (Hiperión, 2008), Historia de una anatomía (Premio Nacional de Poesía, Hiperión, 2010), Los maestros cantores (Calambur, 2011), Conversaciones con mi animal de compañía (Rilke, 2012)), un libro de memorias (Espejito, espejito, 1995) y otro de relatos (Que planche Rosa Luxemburgo, 2002). En sus poemas están siempre presentes la pobreza, la pérdida, las heridas de la ausencia, el desamparo. Y a pesar de eso, su poesía es limpia y luminosa, vitalista, llena de fuerza. Y llena de homenajes a sus maestros: Machado, Kafka, Kavafis, Vallejo, Rosales (de quien fue secretaria en el Instituto de Cultura Hispánica).

Francisca Aguirre acaba de recibir el Premio Nacional de las Letras: es la sexta mujer en conseguirlo. Su poesía está recogida en Ensayo general. Poesía Reunida  (Calambur), un volumen que recoge sus versos escritos entre 1966 y 2017. A Aguirre le gusta citar a Machado: «el arte es largo y además no importa, porque lo único importante es la vida»: sus poemas son un hermoso canto a esa vida importante.

 

Una versión reducida de este artículo apareció publicado el jueves 13 de diciembre de 2018 en «Artes & Letras», suplemento cultural de Heraldo de Aragón. Aquí podéis descargar el artículo en PDF.

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